Las dependencias

La felicidad no es cosa de tomársela a risa. La felicidad es uno de los anhelos del ser humano tan complejos, tanto como la libertad, el amor, la amistad, la justicia, la belleza y otros ideales semejantes difíciles de aprehender, más de explicar e imposible de renunciar. Intentando saber qué es la felicidad, me voy a los gruesos tomos de la enciclopedia casera que más de una vez me ha sacado de apuros, pero esta vez me encuentro con que la felicidad consiste en 1. El estado de ánimo que se complace en la posesión de un bien, 2. Satisfacción, contento y 3. Suerte feliz. Ninguna de las acepciones me satisface especialmente, incluso la última, la suerte feliz, me sugiere asociaciones con la comida china.

En fin, me voy a la denostada Wikipedia y lo que encuentro a propósito de la felicidad me convence un poco más, aunque solo sea porque está algo más matizado: “La felicidad (del latín felicitas, a su vez de felix, «fértil», «fecundo») es un estado emocional que se produce en la persona cuando cree haber alcanzado una meta deseada. Tal estado propicia paz interior, un enfoque del medio positivo, al mismo tiempo que estimula a conquistar nuevas metas (véase motivación). Se define como una condición interna de satisfacción y alegría que ayuda a muchas personas.

Conseguir la felicidad es uno de los motores del ser humano y, curiosamente, de la economía del planeta. Si queremos ser felices solo tenemos que escuchar la publicidad. Al alcance de nuestra mano están los viajes de placer o la aventura con la promesa de descarga de adrenalina; el coche perfecto para ejercer el poder y la seducción; la moda que moldea nuestra figura y grita a los cuatro vientos nuestro poder adquisitivo, nuestro gusto y modernidad haciéndonos más deseables, más jóvenes; la tecnología que nos hace más sabios, más rápidos, más eficaces, más brillantes. Y todo eso sin esfuerzo, a golpe de talonario. Por supuesto, también para los desheredados hay una oferta de gran eficacia: la lotería.

Pero no hay felicidad completa si no hay tranquilidad, descanso, derroche de tiempo. Jugamos con la idea de que la felicidad es sinónimo de descanso continuado, de paseos sin ropa por un campo iluminado por una luz cálida y temperatura constante, un mundo en el que no existe la noche, si no es para admirar la belleza del firmamento o como pretexto para hacer el amor. La idea de alcanzar el paraíso en vida es uno de los anhelos que laten con más fuerza en el género humano. Hombres y mujeres orientan sus vida para conseguir trabajando no trabajar, para llegar al estadio de la plenitud sentado en un sofá con el mando a distancia de la televisión por cable al alcance de la mano.

En el caso de que la televisión no dé el resultado esperado y la pasividad que genera no nos permita “disfrutar” de la felicidad en su grado de relajación, existen otros caminos que transitan por las consultas de psicólogos, psiquiatras y médicos en general, incluidos los cirujanos estéticos. Otros optan por caminos más oscuros, algunos con retornos difíciles, como los que ofrecen las drogas. En realidad, el ser humano de hoy tiene al alcance de su mano todo tipo de recursos químicos, incluidos los homeopáticos, para sentirse como le apetece o como la situación le exige. La química para conseguir un paraíso en vida está a disposición de todo el mundo.

Sabemos que la felicidad es como la libertad, la belleza el amor o la justicia de las que solo podemos disfrutar de manera discontinua, a menudo sin que haya una razón objetiva, sino que con frecuencia depende de nuestro estado de ánimo. Esos momentos difícilmente se prolongan en el tiempo y aunque lo sepamos, no dejamos de correr en pos de ellos.

El hecho de haber disfrutado en algún momento de la felicidad no quiere decir que volvamos a encontrarla aun recorriendo el mismo camino, pero al menos sabemos alguna cosa que no debemos hacer. En el paraíso, da lo mismo que sea laico o religioso, cabe con dificultad el pensar. Pensar es reflexionar sobre la experiencia, es cuestionarse a uno mismo, es hacer las cosas con intención, es plantearse la coherencia y la solidaridad. Pensar es solucionar problemas. Pensar es el requisito primero para aprender, pero pensar entraña también el peligro de generar dudas y las consiguientes inquietudes, de querer saber el por qué de las cosas, pensar genera la incomodidad, a veces insoportable, de la convivencia con la duda, de respuestas provisionales, de la inseguridad frente a la seguridad ilusoria de la ignorancia. Pensar es, en definitiva, un ejercicio de subjetividad en el que la verdad se sabe personal y no universal.

Me asalta el recuerdo de un aforismo chino que Hermann Hesse comenta: Yang Tschon, un sabio chino posiblemente contemporáneo de Lao Tse y, por lo visto, más antiguo que el Buda indio, dijo en una ocasión que el hombre puede comportarse con respecto a la vida como un señor o como un servidor. A continuación pronunció el siguiente aforismo:

De las cuatro Dependencias

Cuatro son las cosas de las que depende la mayoría de los seres humanos y que anhelan en demasía: larga vida, fama, rango y título, dinero y hacienda. El deseo constante de estas cuatro cosas es la causa de que los seres humanos se atemoricen de los demonios, de que se atemoricen unos a otros, de que conozcan el miedo a los poderosos y el temor al castigo. Sobre ese miedo y dependencia cuádruple descansa todo Estado. Los seres humanos que se someten a las cuatro dependencias viven como insensatos. ¡Tanto si se les mata como si se les deja con vida, el destino llega a estos seres desde el exterior!

Sin embargo, aquel que ama su destino y sabe unirse a él formando así una unidad ¿pregunta acaso por una larga vida, por fama, por rango o por riqueza? Estos seres llevan la paz en si mismos. Nada hay en el mundo que pueda amenazarlos, nada puede resultarles contrario. Llevan en su propio interior su destino. Se han convertido en “inmortales”.

Reconozco que la filosofía oriental me desorienta a menudo. Es más que probable que mi sistema de pensamiento y mi actitud de clase media occidental dificulten la comprensión de la sensibilidad de estos pensadores. Por supuesto que pienso que tienen razón, porque a quien nada anhela nada defrauda, a quien nada tiene nada retiene, a quien la fama no importa nada le pesa el qué dirán de los demás. Quizás lo que me molesta de este pensamiento es que sitúa en mi mano el poder de mejorar el mundo utilizando el más sencillo de los instrumentos: no desear ni sustituir anhelos por la posesión de objetos.

Claro que si no compro, las empresas no venden y si las empresas no venden despedirán a los trabajadores y los trabajadores dejarán de pagar a los bancos sus financiaciones y si os bancos no ganan dinero no fluirá el crédito y si no fluye el crédito no se creará empleo y si no tenemos trabajo todos seremos mucho más pobres y las condiciones de vida se volverán mucho más duras y pasaremos frio y calor y la necesidad llevará consigo a una salud más precaria y a la pérdida de valores y la pérdida de valores a la ley de la selva y al desprecio de la educación y la falta de educación a la falta de futuro.

Ya sé que acabo de hacer un razonamiento tramposo, que he aplicado la lógica para que el sistema, el que alimenta las cuatro dependencias, no se caiga, pero, sinceramente, aun sabiendo cuál es la solución, no me atrevo a ponerla en marcha, salvo en pequeñas dosis, lo suficientemente altas o bajas, como para permitirme salvar la cara de mi coherencia y al mismo tiempo beneficiarme de lo que este sistema perverso tiene de tolerable.

Reconozco que soy responsable de ser infeliz, salvo esos pocos breves instantes de mi vida inundados por cualquiera de las formas del amor, pero ser tan feliz como propone Yang Tschon me asusta mucho más que esta infelicidad conocida.

Sin embargo, soy consciente de que esta postura es de gran cinismo y que mantenerla equivale a dar por bueno que no somos iguales ante la ley, que los que más tienen más impunidad tienen, que la inteligencia va unida al dinero y que, por lo tanto, los ricos son más inteligentes que los pobres, que los trabajadores no tienen derecho a aspirar a sueldos dignos, que la ilusión de todos los días es que te toque la lotería, que es lógico que los que menos tienen paguen más impuestos que los que más tienen, en fin, que el mundo solo puede ser así como es y que las revoluciones son inútiles.

La conclusión es que no sé qué pensar, no sé que hacer. Me voy a un rincón, me acuclillo y allí, con las manos en la cabeza, maldigo a Yang Tschon que ya se dio cuenta hace milenios que el ser humano es corrupto y lloro, no sé si porque no es posible salvar a la humanidad o porque no tengo fuerzas para salvarme a mi mismo, ni siquiera pensando en que no tengo futuro.

 turquia 0140

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