Colores

Los abuelos son una parte muy importante en la familia. Tienen lo que, muchas veces, los padres no pueden dar: tiempo, experiencia y capacidad para relativizar la importancia de las cosas. Además, son la memoria familiar de hechos que el olvido ha convertido en secretos. Por desgracia, no todo el mundo ha tenido la suerte de conocer a sus abuelos, como Malaquías. Hasta su ingreso en la universidad convivió, disfrutó de la presencia y de la conversación de su abuelo, el padre de su padre.

A Malaquías le habían acortado el nombre sus compañeros de escuela dejándolo en Mala. Quizás había influido la tradición familiar a la hora de aceptar la abreviatura, ya que el abuelo se había quedado en Abu, no de abuelo sino de Abundio. Abu era como todos los abuelos, viejo, con la cara y la manos arrugadas, los dedos deformados por el trabajo, el tiempo y la artrosis. Por mucho que Mala hiciera memoria, no era capaz de recordar haber visto su cuerpo desnudo. El abuelo Abu, una redundancia a los ojos ajenos a la familia, era una imagen fija, sentado en su sillón con el bastón a mano y una chispa brillante en los ojos, siempre dando a entender que no contaba todo lo que sabía y veía, ni todo lo que había vivido. Esa chispa envolvía de credibilidad los relatos más disparatados o convertía en irreales las historias más cotidianas.

El recuerdo de Mala almacenaba los relatos más extravagantes. Los guardaba para si, en el cofre de los tesoros, con intención de no compartirlos. Ya en los primeros años de la escuela había aprendido que las historia de Abu no siempre eran bien recibidas por los adultos y, por quien menos, por sus profesores cuando se trataba de interpretar los hechos históricos o de explicar alguna de las leyes físicas del universo. De una u otra manera, por pudor o por prudencia, Mala nunca contaba las historias de su abuelo.

Como si se tratara de un ritual, después de comer, los padres se iban a dormir la siesta. Mala recogía la mesa y luego se sentaba junto a su abuelo, dispuesto a escuchar alguna de sus historias. Durante la comida se había hablado de una exposición del pintor Cezanne y quizás fuera esa la razón por la que Abu, sentado en su sillón, se inclinó levemente hacia adelante y dijo:

– No siempre ha habido colores.

Había hablado con voz baja, como se confían los secretos. Mala supo que la sobremesa iba a ser entretenida.

– Por si no lo sabes, el mundo existe como lo conocemos gracias a uno de nuestros antepasados.

Hizo una pausa para asegurarse la atención de Mala.

– Fue hace muchos años -continuó después de comprobar que los ojos juveniles se clavaban en él. – No se sabe exactamente cuantos. Mi tío me decía que ochocientos o más. Mi padre que no más de seiscientos. Mi tío, en aguas del Caribe. Mi padre, más allá del cabo de Buena Esperanza. Fuera como fuere, sucedió mucho antes de que hubiera electricidad, ni asomo de algo parecido. Cuando se ponía el sol, alumbraban las teas, velas y candiles. El fuego era lo único que daba calor. Las principales fuerzas motoras el agua y el viento. En realidad, eso ha sido así hasta no hace mucho. Si llegas a nacer un poco antes, te habrías encontrado con un mundo en el que la altura del sol marcaba la hora, las tardes de invierno se pasaban al amor de la lumbre contando historias verdaderas e inventadas, la conversación era un bien común y no había escuelas en las que el conocimiento se aprendiera al margen de la experiencia.

Abundio hizo una pausa. No se podría decir si había reproche o comprensión en su gesto.

– Te hablo de Emerico, ascendiente de aquel Américo Vespucio, una rama de la familia con la que las relaciones siempre han sido difíciles.

Por muy acostumbrado que Malaquías estuviera a las revelaciones de su abuelo, al escuchar aquellos datos de la biografía familiar no podía por menos de sentir como se le afilaban las orejas, listas para una escucha atenta.

– Hasta ahora no te he contado nada de él, pero ya va siendo hora de que conozcas los episodios más importantes de nuestra tradición familiar.

Cogió aire y su mirada se perdió entre las luces acuosas del visillo.

– Emerico se embarcó para hacer una singladura a lo largo de las costas africanas, aun muy desconocidas por los navegantes lusos y españoles. Según mi tío, cuando llegaron a la isla de La Gomera, se dejaron llevar por la fuerza de los vientos alisios hasta las costas del Nuevo Continente que, con toda justicia, se llamaría más tarde América en honor a Américo Vespucio. En realidad, la existencia de un continente nuevo se había conservado en la tradición familiar. Pero eso es otra historia.

– Mi padre me contaba que la nave de Emerico siguió la costa del continente africano, dobló el que hoy se llama Cabo de Buena Esperanza en medio de una terrible tempestad, y que los hechos, que te voy a contar, sucedieron en algún lugar de la Polinesia. Yo creo que Emerico hizo, por lo menos, esos dos viajes, al Océano Índico y al Golfo de México, pero eso es algo que, a lo mejor, tú puedes documentar.

– Por los puertos españoles y portugueses corrían los cuentos de que más allá de Las Columnas de Hércules había tierras por descubrir, con riquezas tales que solo había que llegar y recogerlas con las manos. También se sabía que no era verdad, pero la miseria era tanta y tan grande, que cualquier ilusión era un buen argumento para no quedarse en casa empeñado en sobrevivir a la enfermedad, al hambre o a las levas para ir a las guerras desatadas por los señores, con el objeto de ganar territorios y campesinos, que las tierras, siempre generosas, no sirven para gran cosa, si no se trabajan.

Siguió una breve pausa, durante la cual, su mirada volvió de nuevo a la luz atemporal de los visillos.

– Emerico no tenía la menor experiencia marinera. Quizás fuera el atrevimiento de la ignorancia lo que le llevara a participar en aquella singladura, posiblemente en busca de la aventura y del enriquecimiento. Me han contado muchas veces esta historia y muchas versiones de ella, incluso alguna he visto impresa, pero la que te cuento es la auténtica. Otras fantasean con aventuras imposibles, monstruos marinos fabulados y magias que más obedecen a la imaginación infantil que a la realidad del viaje.

– En el cuaderno de bitácora consta que la nave, en la que Emerico se enroló, partió de La Gomera y fue costeando el continente africano durante días con buen tiempo y viento suave de popa. Eso sí, nadie les ahorró capear las tempestades y la mala mar al doblar el Cabo de Buena Esperanza. Unos días después divisaron al amanecer un denso banco de niebla a unas cuantas millas a proa y ya antes de repartir el rancho navegaban sin visibilidad. Tan densa era la niebla que el barco parecía tener dificultad para progresar por aquella humedad gris, casi pegajosa. Al poco, dejaron de notar la brisa, la calma dejó las velas colgando flácidas de los palos, vacías de viento, la brújula oscilaba como si dudara, el mar estaba tendido, tan quieto y negro que parecía la mismísima Laguna Estigia, la bruma oprimía los pechos de la tripulación con el peso del miedo.

– Hartos de esperar al capricho del viento, no tuvieron más remedio que arriar un bote y remolcar a remo la nave para salir de aquella calma chicha gris y opaca, en la que la luz apenas penetraba. Los hombres se turnaban a los remos con comentarios parecidos: nunca habían visto una niebla tan densa, nunca habían visto un agua tan parecida al mercurio, nunca habían vivido una calma chicha como aquella. El capitán los mandaba callar, repartía por igual amenazas y recompensas para calmar los ánimos, pero no podía impedir que el miedo hiciera mella en los hombres, hasta el extremo de desconfiar de él, de murmurar quejas y disgustos con la misma intensidad que se tensaban sus músculos tirando de los remos.

– Ninguno de los hombres supo decir cuanto tiempo habían remado en aquella bruma con la sensación de estar varados, sin que el bote ni la nave dejaran la más leve estela sobre el agua, como si la ausencia de tiempo hubiera quitado sentido a la acción y al espacio.

– Al fin, percibieron un pequeño y difuso punto de luz en medio de la bruma, como si se tratara de la salida de un túnel, el final del banco de niebla. Los hombres redoblaron sus fuerzas. Los que estaban esperando su turno querían participar ya, animaban al resto. Emerico no sabía decir si sus remadas les aproximaban al punto de luz o si era éste el que se acercaba a ellos, el caso es que con cada golpe de remo el punto de claridad se hacía mayor.

– Cuando por fin dejaron atrás la oscuridad de la bruma, se encontraron en un espacio en el que la luz era de una intensidad tal que hacía translúcidos los objetos. Una luz blanca, intensa, perfilaba las siluetas y aplanaba los colores. El silencio de la calma chicha amplificaba el sonido de sus respiraciones, el rechinar de sus dientes, el murmullo de sus maldiciones. Un grito de esperanza se escapó de la garganta de Emerico al descubrir una isla. Quizás el entusiasmo les impidió notar la pérdida de color y volumen de sus propios cuerpos. Las ondas que dejaban las palas de los remos, las leves estelas del bote y del barco producían irisaciones, como si el color de la madera se disolviera en la textura oleaginosa del agua. Los hombres remaban con fuerza y Emerico no quiso desviar su atención sobre el hecho de que el bote iba cobrando un color plomizo por las uniones de la tablazón que, en la proa, iban volviéndose cristalinas.

– Cuando llegaron a la isla y vararon el bote, solo su estructura por encima de línea de flotación conservaba el color. Sin embargo, el agua había dejado la parte inferior casi transparente. La quilla estaba allí, no había duda, la marca sobre la arena así lo hacía ver. Los hombres saltaron a las aguas poco profundas, como si el suelo invisible bajo el agua les diera más seguridad que la palidez creciente del bote. De alguna manera eran conscientes de que posaban los pies más en una idea que en una realidad. El efecto óptico producido por la ausencia de color desconcertaba a los hombres, los atemorizaba, discutían agresivos defendiéndose de algo sin saber de qué ni cómo. La impotencia afloraba en forma de maldiciones, de lamentos, de rezos, de movimientos bruscos que querían apartar de si el miedo a lo desconocido, voces que antes preferían desafiar a la muerte cierta que sufrir la impotencia ante lo desconocido.

– Una vez fondeada la nave, se fijaron en el grandioso arco iris que emergía en medio del mar. Los colores eran deslumbrantes, mucho más nítidos e intensos de lo que jamás habían visto en todas sus singladuras. Ya en la playa, formando parte de un paisaje decolorado, se miraban los unos a los otros comprobando la pérdida de color, lenta pero claramente perceptible.

– Fue nuestro antepasado, Emerico, el que se dio cuenta de la peculiaridad del arco iris. No solo sus colores eran brillantes e intensos como si los hubiera pintado un niño. Además, iban elevándose por el arco, tiñendo de irisaciones las nubes en las que se perdía la curvatura. Emerico entendió lo que estaba pasando: de alguna manera el arco iris estaba succionando los colores, dejando un mundo plano, sin volumen ni profundidad. Los reflejos cristalinos del horizonte eran, posiblemente, lo único que había quedado de un paisaje, ahora privado de identidad. Emerico no dudó un instante en alertar a los hombres y convencerlos para que se apresuraran y, de nuevo, se hicieran a la mar poniendo proa al lugar donde el arco iris impulsaba los colores al cielo. Como no sabían contra qué iban a tener que luchar, habían cargado en el bote armas y un par de toneletes de pólvora. Imposible decir cuanto tiempo remaron ni de donde sacaron el vigor para dirigirse a los rodales de colores que rodeaban el embudo del remolino, de donde emergía el arco iris.

– Emerico había conseguido la confianza de todos, incluido la del capitán. Todos le obedecían y remaban incansables siguiendo sus indicaciones. Alguno perdía momentáneamente la esperanza y flaqueaba al observar como ellos mismos también palidecían, como sus rasgos se difuminaban y perdían definición. Otros temblaban de pavor en la seguridad de que remaban derechos a la muerte. Un par de ellos moqueaban por el esfuerzo y el miedo, otro maldecía todo lo que conocía y desconocía con el colorido que faltaba en el paisaje. Los remos empezaban a desaparecer, el pelo rubio de uno de ellos apenas si se podía ya identificar, los vestidos se desteñían a ojos vista, algunos, casi transparentes dejaban entrever los torsos fuertes, vellosos y sucios. Emerico les gritaba, les exigía mayor esfuerzo y los hombres respondían a pesar de que el bote iba derecho al remolino, cuyo borde giraba en sentido inverso a las agujas del reloj, formando bandas difusas de colores en una combinación hipnotizadora.

– Cuando faltaban poco más de cincuenta metros para que todos ellos quedaran convertidos en siluetas de cristal, Emerico tomó uno de los barriletes de pólvora y le acopló una mecha mientras no dejaba de gritar a los hombres que remaran, que remaran con todas sus ganas para contrarrestar la fuerza del remolino. Encender la mecha corta del barrilete no fue tarea fácil. Tuvo que golpear varias veces las piedras de pedernal hasta conseguir que brotara de la yesca una breve y pálida llama, casi irreconocible, pero suficiente para que un chisporroteo blanquecino avanzara hacia la pólvora. Un grito de miedo, desafío y decisión acompañó la parábola de la barrica al fondo del remolino, como si fuera la boca de un monstruo abisal.

– Emerico tuvo la serenidad de calcular el tiempo para que el fuego de la mecha alcanzara la pólvora en el momento justo. Si se hubiera precipitado, la mecha se habría apagado en las irisaciones del agua. Si, por el contrario, se hubiera retrasado, la barrica habría explotado por encima del agua y no habría afectado al remolino. Fue como si una fuerza protectora guiara la mano de nuestro antepasado, porque la pólvora explotó en el instante preciso, apenas tocó el agua, provocando una lluvia de intensísimos colores. Allí donde caían las gotas, se dibujaban los contornos de los objetos, las prendas se coloreaban, las personas y las cosas se volvían opacas, recuperaban el volumen y la identidad. Los remeros se reconocían, sus gritos de miedo, ira y rabia se cambiaban en risas nerviosas, incrédulas, triunfantes con la misma resonancia que tienen las risas de los niños cuando adivinan que el peligro era solo un juego de adultos.

– El remolino cesó, las aguas cerraron el embudo, se volvieron mansas y el sol volvió a brillar en lo alto. No tardaron en localizar la isla de la que habían partido desesperados. El barco ya no estaba encallado, porque el nivel del mar había subido. La brújula funcionaba, volvía a marcar segura el norte. Hicieron acopio de madera y agua clara, secaron pescado al sol, recolectaron frutas y confraternizaron con los habitantes de un poblado a escasas millas tierra adentro. En pocas semanas estuvieron en disposición de partir aprovechando la pleamar y los vientos favorables. Más de uno pensó en quedarse con los nuevos amigos, pero el recuerdo de su experiencia los empujaba a recuperar el mundo conocido.

El abuelo Abu hizo una pausa larga. Mala seguía pendiente de sus labios y de su mirada.

– La vuelta fue un juego de niños para aquellos marineros capaces de controlar el pánico provocado por lo desconocido en un sueño de pesadilla urdido por la muerte. Por lo que sabemos, los marineros de aquella singladura tuvieron un futuro brillante, se convirtieron en acomodados comerciantes, regentaron prósperos negocios de distinto tipo con gran fortuna y crearon familias numerosas y bien avenidas. Todos juraron no volver a embarcarse en la misma singladura. Solo uno de ellos incumplió su juramento y murió en un naufragio frente a las costas desérticas del Sáhara. Tres más ingresaron en diferentes órdenes de monjes. Otros tres decidieron probar suerte con los pinceles y se hicieron pintores de renombre, de ellos uno se especializó en la pintura al fresco, los otros dos pintaron paisajes hasta el final de sus días. Emerico también volvió a embarcarse, pero nunca repitió la travesía en la que salvaron al mundo de perder sus colores. Participó en muchos otros viajes buscando países y experiencias nuevas que contar. Se casó con una mujer italiana de gran belleza y arranque. Tuvo con ella numerosos hijos y éstos le dieron gran número de nietos. Uno de ellos decidió seguir la senda del abuelo paterno. Se llamaba Américo.

Abu suspiró ignorando el gesto de incredulidad de Mala.

– Las crónicas detalladas de los viajes de Emerico son el legado familiar. Cuando llegue el momento, te haré depositario de los escritos para que se lo cuentes a tus hijos, a tus nietos y estos a sus hijos y a sus nietos. Poco importa que los hechos sean absolutamente exactos. Lo importante, lo decisivo es que las historias se mantengan vivas.

Mala miró a su abuelo como si fuera un astronauta de tiempos remotos, pero se prometió mantener su relato con vida. Tú ya eres testigo de su decisión.

 

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