Recuerdos 3

Agua

El tiempo es la máquina pulidora de los recuerdos: los desbasta, les quita rugosidades y, casi siempre, los abrillanta. Al menos, lo suficiente para que puedan contarse.

Así empezó Cabrera, apodado El Filósofo. Nos habíamos reunido unos cuantos viejos amigos torno a unas cañas, vinos y raciones de bravas. La conversación había pasado inevitablemente por el fútbol y, sin saber muy bien cómo ni por qué, llegamos a la política. La verdad, ambos temas están hermanados por su carga emocional: hay quien vive la opción política con la misma pasión y falta de crítica de la afiliación a un club de fútbol. El comentario de Paco el Teclas acerca de las declaraciones de un político conservador sobre la conveniencia de introducir de nuevo el servicio militar obligatorio convocó recuerdos de la mili con frescura rejuvenecedora, apasionada, de manera inesperada y rauda. Sargentos chusqueros, subtenientes alcoholizados, tenientes comprensivos, cabos furrieles, guardias interminables, arrestos de cocina, caminatas con el equipo, la instrucción y el CETME, prácticas de tiro, los escaqueos … en fin, el anecdotario habitual, pero contado con más de sesenta años a la espalda y más de un rioja en la cabeza.

Cabrera desgranaba su recuerdo después de haber empezado con la reflexión:

-Hice el campamento en Playa de Aaiún, antigua provincia española que a finales de 1975 fue entregada a Marruecos, sin que nadie sepa aún a ciencia cierta por qué. Después de la jura de bandera me destinaron a un cuartel en El Aaiún. A excepción de la noticia de alguna escaramuza con militantes del Frente Polisario mal armados, los grandes acontecimientos eran el reparto del correo, las cartas de la familia y de la novia, el paquete de casa y poco más. El resto, el calor, la instrucción, lavar la ropa, los chinches, la arbitrariedad de los mandos y un cierto mal humor soterrado conformaban la rutina. La inmersión en el ambiente militar era total y terminaba por pesar en el ánimo. El comportamiento de los más veteranos acusaba el transcurso lento de los meses y no era raro oír decir que éste o aquél estaban “asirocaos”, como si el polvo de arena que levanta el siroco provocara cortocircuitos en las conexiones neuronales.

-Así habían transcurrido más de ocho largos meses. Recuerdo aquel día en el que la tristeza había socavado mi resistencia. No sé la razón exacta. Posiblemente habrían pasado más días de los habituales en llegar carta de la novia, habría tenido un enfrentamiento con alguno de los compañeros más veteranos o no me habría quedado más remedio que “dejar los cojones en la taquilla” ante un superior, repetido circunloquio para evitar la palabra obediencia. Fuera lo que fuere, aquel día sentía que la rabia se había convertido en pena y ésta, a su vez, en un peso físico en las entrañas.

-Damián, riojano y conductor de camión con un humor a prueba de militares chusqueros, me preguntó con su voz aguda, qué era lo que me pasaba. Quede entre nosotros, las voces tan agudas no invitan para nada a hacer confidencias, así que contesté con una evasiva, pero Damián no se dejó convencer e insistió con aire de adulto experimentado: “Vamos hombre, anímate. Tengo que ir a Playa de Aaiún, al oasis. A por agua. ¡Vente hombre! Te aireas un poco que te va a venir muy bien.” La verdad sea dicha, no me esperaba una perspicacia tal de quien conducía un camión y contaba historias de putas con voz de pito.

-El caso es que me subí al camión, en calidad de refuerzo. No quise meterme en la cabina por no tener el estado de ánimo para soportar el buen humor ni las historias de Damián y de su ayudante. Me acomodé en la caja del camión, vacía y con la lona recogida junto a la cabina. Una vez en marcha, no me consolaban ni el aire seco del desierto ni los edificios de El Aaiún alejándose al final de la cinta negra de asfalto sobre los ocres de las arenas que iba naciendo debajo del camión. Atravesamos los 20 kms. de dunas que separan El Aaiún del mar. La belleza de las formas moduladas por la luz intensa y el viento no me causaba la más mínima emoción, tan ajeno me sentía a ella, tan difícil me era permitir que aquel escenario insólito y cambiante formara parte de mi paisaje interior. La mirada fija de mis ojos no veían otra cosa que mi tristeza.

-Tampoco fui muy consciente en qué momento el camión tomó una desviación y disminuyó la velocidad hasta detenerse. El suspiro final del motor me sacó de mi ensimismamiento. Con la espalda apoyada en la cabina, el oasis no me pareció muy diferente al paisaje de ocres que habíamos dejado atrás. La sorpresa me sacudió al bajar del camión y mirar hacia adelante. En medio de la arena ocre surgían con serenidad mágica y milagrosa los verdes. Allí estaban los carrizos mecidos con delicada suavidad por la brisa, las matas de tomates y judías, las hojas de las lechugas, los tallos de las cebollas, las flores de las calabazas, los calabacines, las berenjenas y los pimientos engordando con la luz y el agua del desierto. Una serena orgía de la vida. El agua salía por un tubo de un palmo de diámetro con fuerza, hipnótica, cristalina, llena de matices cambiantes, generosa, ruidosa, alegre, describiendo un arco hasta caer bulliciosa en la alberca. No sé si la balsa se llenaba de agua o de sonidos de arroyos serranos entre pinares y musgos, de fuentes caprichosas de la ciudad, de grifos abiertos. Lloré, se me llenaron los ojos de agua, se me desbordaron y las lágrimas corrieron mejillas abajo hasta perderse entre los pelos de la barba. Damián me dio una palmadita tímida en el hombro. Eso fue mucho más de lo esperado: cuando se llora delante de los compañeros, lo habitual es un silencio solidario y paciente.

-No permanecimos mucho tiempo en el oasis. Cargamos unas cuantas bombonas de agua y regresamos a El Aaiún. Volví en la cabina con Damián y su ayudante. Mi estado de ánimo había cambiado: la alegría del agua había lavado mi tristeza. Estaba contento. Charlamos, reímos, incluso cantamos alguna canción obscena. Hoy me queda la duda de si aquel agua cristalina no se enturbiaría con mis tristezas.”

Cuando Cabrera El Filósofo terminó de contar su recuerdo, Guti El Chispitas comentó a renglón seguido que su destino fue Asturias. Le sucedió lo contrario, precisamente le sobró agua. Aseguraba que tanta agua le llevó a ser uno de los mejores conocedores de sidrerías, porque era el único lugar seco. Lo decía riéndose mientras levantaba su vaso de cerveza para subrayar la ironía.

Eso es lo que nos contamos el día que dejamos que los recuerdos nos asaltaran.

Deja un comentario