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Paseo en abril

Las peonías salvajes sorprendían con el rosa rojizo de sus pétalos.

Las flores blancas de las jaras salpicaban la ladera.

La retama incitaba a los insectos a libarla.

Las amapolas salpicaban los ralos campos de cereales.

Las margaritas silvestres intentaban distraer la atención sobre la tierra cuarteada.

El azul del cantueso florecido señoreaba entre el verde mirto y las flores turgentes de los espinos.

Y, sin embargo, era mediados de abril.

Flores silvestres

Los últimos metros habían sido difíciles. Aún con la respiración entrecortada dejó a un lado la mochila y se sentó en la peña más elevada. Su mirada absorbía el paisaje. Era una manera extraña de mirar. Los ojos estaban fijos y, sin embargo, se llenaban del escenario a sus pies. No sabría decirse si la mirada se dirigía hacia afuera o hacia dentro del hombre, como si le bastara fijar la mirada en su interior para ver las montañas, los riscos grises, los oscuros pinares verdes, las flores blancas de las jaras, el amarillo de las retamas floridas, los rosales salvajes y su promesa de las sencillas flores rosas y de los escaramujos rojos del verano. Agrupadas en un rincón entre grietas de las moles graníticas, resistían una matas diminutas, humildes, casi desapercibidas si no fuera por su atractiva combinación del rosa y el blanco. Una fina capa de tierra cubría los rincones donde ni el agua ni el viento habían conseguido arrastrarla hasta el valle. Ese delgado manto estaba tapizado de verde, blanco y amarillo. Los musgos, las hierbas, los enebros rastreros se mezclaban con los llamativos amarillos de la genista, las flores de las retamas, los narcisos salvajes y una pequeña flor con cinco sencillos pétalos que brillaban al sol como señales luminosas para atraer a los insectos polinizadores.

Eran esas plantitas humildes y ostentosas, fugaces en el tiempo, las culpables de que todas las primaveras quisiera ser biólogo. Al menos, para conocer su nombre.

Recuerdos 4

El roquero solitario

 

Lejos, atravesado en mitad del camino, estaba tumbado un joven. De vez en cuando se incorporaba, miraba a los lados y de nuevo se volvía a tumbar contemplando las nubes en el cielo azul. El camino era ancho, faldeaba con poco desnivel por la garganta del río Manzanares entre Hoyos de Manzanares y Colmenar Viejo. A la izquierda el talud, a la derecha el barranco excavado por el agua montaraz del río.

Había salido de casa de mal humor. Su relación con Luisa no fluía, no le resultada fácil entenderse con ella, sentía que le dejaba sin energía. El mejor remedio que conocía para ventilar los sentimientos que generan rencor y agresividad era caminar.

Suponía que aquel muchacho se incorporaría al él acercarse y le dejaría el camino libre. Pero no era así, se movía, se sentaba, pero no se quitaba de en medio del camino. Su mal humor se focalizó en el comportamiento de aquel adolescente que no era capaz de respetar la más elemental regla de la convivencia en el campo y que parecía dispuesto a hacerle pasar al borde del barranco.

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